Cine y literatura: UNA RELACIÓN INCESTUOSA

UNA RELACIÓN INCESTUOSA

               (Algunas claves para entender la antítesis entre la literatura y el cine)

Lo normal para el caso de los que amamos la literatura y el cine es comenzar por el cine y terminar por la literatura; es decir, empezar en la adolescencia aficionándose a los films y pasarse poco a poco –y definitivamente- a los libros, como si los primeros fueran quedándonos chicos. Son pocos los casos en que ese doble amor dura con pareja intensidad para siempre. Y hasta me atrevo a señalar cuál es el paso que marca esa ruptura: el momento de ver en el cine a un libro que nos ha apasionado.   

 Y  es que a pesar de posturas frickies, como es el caso de Slavoj Zizek, que pretende que para conocer a Lacan basta con ver una películade Hitchcok, la relación cine/literatura está lejos de garantizar un placer suplementario al del libro. Por el contrario, la más de las veces la irritación nos infla, y más aún si la pieza literaria fue de nuestro interés y agrado.

 Voy a dar un caso extremo: la película El perfume (2006), de Tom Tykwer de la novela homónima de Patrick Süskind. Se trata a todas luces de una conversión cinematográfica excelente, y sin embargo, algo al final no cuadra. En efecto: el personaje principal (o mejor dicho: su atmósfera) no es como lo vemos en la novela (infinitamente más desastrado y psicópata), y en cuanto al estilo narrativo, el de Süskind es más retorcido, con el tono de una amargura de vuelta de todo, por así decir (y que tengo para mi coleto que lo sacó de otra enorme joya alemana: El asesinato de Cristo, de Wilhelm Reich).

 Y es que hacer una película de una creación literaria con las alucinaciones –en apariencia- de baja intensidad de toda lectura muda constituye una aventura de metamorfosis que pasa por el guión y la adaptación. Leer es imaginar de la mano del autor -nuestro Virgilio- que nos guía por las profundidades: lo más íntimo y a la vez más desconocido que poseemos. El cine, por su lado, es un fenómeno alucinatorio de alta intensidad (en teoría) que carece de Virgilios, ya que inhibe hasta cierto punto nuestra capacidad de imaginar. En el cine vemos, en el libro leemos; no sólo varía la energía  onírica desplegada (ver al respecto el estudio del semiólogo húngaro Imra Rostas Escribir y mirar) sino que hasta las exigencias sobre nuestros córtex y los hemisferios correspondientes varían de mayor a menor. Mayor es la exigencia en la lectura al ser un fenómeno menos impresionante.

 En el cine hay acción visual y en el libro palabras a descifrar. En la ficción novelada por supuesto que también ocurren cosas, pero estas cosas se llaman “hechos”. Por otra parte, ¿cuántos intervienen en la adaptación, el casting, la dirección y la edición del film?. El novelista escribió la novela él solo, y esa es una gran diferencia. El cine, por otra parte, se dirige a un mercado muchísimo más amplio y masivo, de modo que no puede, por principio, cargar con una profundidad teórica exigente (“la masa, por definición, es mediocre”, según la definición célebre de Ortega y Gasset). La mejor expresión de esta idea la hallé en una novela de Coetzee: “el cine es un medio que simplifica. Esa es su naturaleza. Es mejor que lo aceptemos. Funciona  por pinceladas gruesas” (Diario de un mal año). La conclusión, por absurda que parezca, sería que tal vez con buenos libros se hace mal cine y con mala literatura (novelas comerciales) buenas películas.

Es la opinión, por ejemplo, de Godard, que describió la novela de Alberto Moravia Il disprezzo (donde se inspira su película Le né pris) como “una buena novela para un viaje en tren, llena de sentimientos anticuados. Pero este es el tipo de novela con el que se pueden hacer las mejores películas” (según lo refiere Susang Sontang en Estilos radicales). O el enorme Luis Buñuel, que da la receta: “De un gran escritor hay que elegir una obra menor, poco conocida, y agregar lo que no puso el narrador, enriquecer el texto. Una obra maestra difícilmente lo admita. La única posibilidad es empeorarla”. Aserto que Borges aprueba de cabo a rabo, graficando el lugar donde radica la diferencia; así, tomando una película de Alexander Korda que guionó H.G.Wells, Lo que vendrá, señala la abismal distancia entre un artefacto y otro (aún cuando ese libro fue escrito para guión). Borges conjetura: “las líneas memorables del libro no corresponden (no pueden corresponder) a los instantes memorables del film. En la página 19 Wells habla de un entrevero de instantáneas que muestren la confusa eficacia inadecuada de nuestro mundo. Como era de prever, el contraste de las palabras confusión y eficacia (para no mencionar el dictamen que hay en el epíteto inadecuada) no ha sido traducida en imágenes. En la página 56, Wells habla del aviador enmascarado Cabal, destacándose contra el cielo, un alto prodigio. La frase es bella; su versión fotográfica no lo es. (Aunque lo hubiera sido, no correspondería nunca a la frase, ya que las artes del retórico y del fotógrafo son del todo incomparables)”. (1)

Todo nos habla, en suma, de que la relación entre el cine y la literatura no puede sino ser incestuosa. Y sin embargo, esto último en realidad no interesa, ya que no vamos al cine para constatar si respetaron el libro sino para ver qué hicieron con la historia y estar receptivos a un mundo nuevo y diferente del literario.

 Tan diferentes entre sí, por cierto, como ambos lo son de la realidad, razón por la cual tanto el realismo en la literatura como el neorrealismo en el cine cuentan con fervientes detractores que los consideran un contrasentido. En palabras de Fernando Vallejo, por ejemplo: “el neorrealismo es una estafa. Eso de querer meter la realidad cotidiana en la sala oscura a quién se le ocurre, si la vida es gris y el cine luminoso. Traición al gran principio de la epopeya y la novela, el de lo extraordinario, el neorrealismo acabó en el cine con toda la magia” (Los caminos de Roma)

Pese a ello, algo en el fondo no encaja. La misma reticencia –una vez más- lo gana a Borges, quien compara los trabajos de Stenberg y Hitchcock con las novelas Crímen y castigo del gran Dostoievski y Los treinta y nueve escalones del opaco John Buchan, concluyendo: “De una intensísima novela, Stenberg ha extraído un film nulo; de una novela de aventuras del todo lánguida Hitchcock ha sacado un buen flim”.

 Podríamos  analizar el mismo fenómeno mediante dos películas que –se me ocurre- sí nos dejan por excepción satisfechos, y son dos producciones que trabajan de un modo atípico: con un presupuesto mínimo y desde un contexto independiente. Una: La virgen de los sicarios (1999) de Barbet Schroeder, sobre el relato del desmesurado Fernando Vallejo, rodada en una Medellín por completo real (más bien hiperreal) con niños de la calle y un sólo actor profesional –Germán Jaramillo- que se devora el film. Otra: El cementerio de los elefantes (2008), de Tonchy Antezana, basada en las historias de Víctor Hugo Vizcarra y en las atmósferas de Jaime Sáenz, narrada en primera persona, en los mismos lugares y con su misma fiebre. El motivo de su convicción es parejo: trabajan como desde un ángulo distinto –más under– y como desde afuera de la maquinaria mediática.

Puede haber variantes, como es obvio. Así, se me ocurre ahora Antes que anochezca (2001), película gringa de Julian Schrabel con Javier Bardem en el papel de su vida, Sean Penn y Jhonny Depp entre otros famosos, que logra su convicción, sin duda, en el descomunal trabajo que catapulta a Bardem. (Por si acaso, es la autobiografía paranoica del poeta cubano Reinaldo Arenas, que es casi imposible no ver encarnado en el actor, ya que hasta físicamente son muy parecidos). Pero esa y otras pocas: El angel azul (1930), de Joseph Von Sternberg con la novela de Heinrich Mann; o Blade Runner (1982), de Ridley Scott con la de Philip K. Dick, son excepciones.   

Volviendo a la regla, podríamos ilustrarlo, incluso, desde la vereda de enfrente: la de la literatura. Así por ejemplo, aunque existen bichos raros, ¿cómo es, por regla general, un libro comercial que se presenta como gran literatura?. En primer término, tiene que ser (por regla general, aunque no siempre) una novela (formato burgués por excelencia); segundo, tiene que reflejar lo más fielmente posible el mundo del público masivo para el cual se escribe (debe reconfirmar y no problematizar ese mundo); tercero, tiene que estar escrita de la forma más clara y esquemática posible (quedan descartadas, así, toda conexión con la alta poesía y toda transgresión a los códigos de género); finalmente, tiene que ser lo menos literaria y lo más cinematográfica que se pueda (tiene que ser muy visual, contada como si leyéramos a una película). Inútil enumerar los ejemplos de libros para gente que no lee; pero se me viene uno reciente y muy famoso: la novela de Emmanuel Carrére De vidas ajenas, tan de moda y elegida en Francia (con la “humildad” que caracteriza a ese pueblo) mejor libro del año 2012 (no sólo mejor libro francés). Y sin embargo, es de una mediocridad meridiana y con todos los clichés posibles; pero cuenta con la ventaja de reflejar como espejo el mundo de la clase media alta europea y de ser descaradamente cinematográfica (más de una película sobre el tsunami del 2004 salió de esas páginas).

Más bien, lo que suele ocurrir es que los buenos escritores no la ven ni cuadrada en Hollywood. El caso más famoso de todos (pero no el único, ya que honran esa lista perversa Scott Fitzgerald, Vladimir Nabokov, Aldous Huxley, Nathaniel West y Raymond Chandler) es el de William Faulkner. Como es fama, este “escritor muy, infinitamente muy por encima del lector medio norteamericano” (según el maestro Onetti) en cierto momento necesitó dinero y tuvo que trabajar allí durante cuatro años, y a pesar de todos sus esfuerzos (y su descomunal talento), no pudo vender más que dos de diecisiete guiones. Según uno de sus biógrafos, Tom Dardis (The double legend), el mismísimo Howard Hawks, al verlo tan impotente, lo consoló diciéndole: “mientras haya mucha acción, no importa demasiado si el público entiende mucho o poco”. (2) En verdad, parece que todos los que pasaron por la meca del oro de los guionistas opinan lo mismo: el cine cultural está muy bien…siempre que no signifique pérdidas para las empresas que lo patrocinan.  

Tal vez no sea un dato menor el hecho de que se vaya al cine a comer pipocas y tragar coca cola. Tal vez sea un signo de los tiempos el barbarismo de que el público no quiera ver películas extranjeras si no están dobladas (¿qué porcentaje de la actuación del intérprete se deberá a su propia voz y no a otra ajena?), que en lugares como España ha llegado a la imbecilidad de que hasta las producciones de Argentina o Colombia se doblan porque dicen que les molesta el acento.

 En fin, no es que esté mal relajarse, emitir una sana y sonora carcajada o soltarse con una historia liviana. Lo que pasa es que es cada vez más raro encontrar en el cine películas que nos conmocionen. O que nos emocionen, siquiera. Tal vez debieran existir nombres distintos para el cine que se pasa en los cines y el cine independiente. Tal vez el cine contemporáneo responda al dictamen de Cabrera Infante, que en su monumental ensayo sobre el séptimo arte (¿Cine o sardina?) pontifica: “El cine se hizo para masturbarnos”.

Por Franco Sampietro

Notas:

  1. La cita corresponde a un artículo suyo publicado en la revista Sur, num. 26, noviembre de 1936 y recopilado en el volumen Borges en Sur; Sudamericana, Buenos Aires, 2011.
  2. En el libro de Eduardo Cozarinsky, Borges y el cine, Editorial Sur, Buenos Aires, 1974.
  3. Estas anécdotas las cuenta Juan Carlos Onetti: Confesiones de un lector, Alfaguara, Madrid, 1995.

Autor