LA LEYENDA DEL BORGES “FACHO”:  ERUDITO LITERARIO Y ANALFABETO POLÍTICO

Jorge Luis Borges por caricaturazfz

                                                                     A Borges, como a los ferrocarriles,

                                                                   hay que nacionalizarlo.

                                                                                              Jorge Abelardo Ramos

¿Qué se puede decir de nuevo sobre la obra de Jorge Luis Borges que ya no se haya dicho y divulgado desde hace por lo menos medio siglo?. Más bien, a esta altura podríamos preguntarnos qué es lo que no se puede decir sobre el originalísimo escritor argentino. Así, algo que no se puede decir es que no haya sido una persona profundamente reaccionaria. La razón de la posible duda respectiva es la de siempre: se confunde su vanguardia estética con su conservadurismo político.

 Más allá de la calidad o la belleza o la originalidad de su obra, su máximo aporte es haber creado una literatura que nace desde la erudición de índole universal; o en todo caso, de su apariencia. Esto último, en efecto, si adherimos a la opinión de algunos exégetas que no lo consideran tan leído como se piensa. Es el caso, por ejemplo, del filósofo argentino Juan José Sebreli, que resalta la ignorancia de Borges en materias básicas como filosofía política, antropología, sociología, estructuralismo, lingüística o psicología, aspecto que desemboca en su total incomprensión de los problemas políticos de su tiempo. (Si tomamos en cuenta que el marxismo y el psicoanálisis -a los que Borges despreciaba sin conocer a fondo; el primero por “reducir la Historia universal a un sórdido conflicto económico”, según se lee por ejemplo en el relato La forma de la espada; el segundo por consistir en una forma de superchería destinada a engañar incautos, según es fama opinó muchas veces- son las dos corrientes ideológicas que más influyeron en el siglo XX, es claro que Sebreli y cia. no están tan desencaminados).

 Como argumenta Alan Pauls, que le dedica un libro a su obra (El factor Borges), el saber suyo proviene en grueso de las enciclopedias populares; en particular, de la Enciclopedia británica: es decir, se trata de un tipo de saber sumario, de información resumida, de segunda mano. Burdamente dicho: de una erudición de estafador. Oigamos a Pauls: “por sofisticadas que suenen en su boca las lenguas y los autores y las ideas foráneas, Borgesla cultura de Borges- se mueve siempre con comodidad dentro de los límites de un concepto Reader´s Digest de la cultura”.

 Como fuera -de hecho o de apariencia- Borges inventa un género literario a caballo entre el cuento y el ensayo, donde esa frontera se vuelve inubicable. En ese sentido –puramente literario, insistamos- es progresista Borges. Y sin embargo, como dicen sus apólogos, “sus textos parecen alegatos en defensa de la imaginación”(2)…pero  se les olvida agregar que de la imaginación a secas, no de la vida, de la cual la literatura es espejo. Para resumirlo en dos líneas: el sello Borges sustituye los acontecimientos sociales por cuestiones textuales, así como la política (aún la más elemental) por la literatura.

 Es a partir de ese esquema que en innumerables páginas defiende a la “civilización” contra la “barbarie” (tesis acomplejada y colonialista que inauguró Sarmiento en Argentina y después Alcides Arguedas en Bolivia), lo que significa la superioridad de la Europa blanca y educada sobre la América indígena. Basta chequear la Historia del guerrero y la cautiva o el Poema conjetural, donde lo trata de forma explícita; sin contar las innumerables líneas donde de refilón –y no tanto- lo afirma. También lo plantea en La intrusa, su cuento acaso más perfecto, donde narra el bestialismo de dos hermanos gauchos que comparten la misma mujer, pero la clave dramática del relato radica en el escándalo de que los protagonistas son de origen europeo criados en un mundo bárbaro: “Irlanda o Dinamarca, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos”.

  Sin exagerar se podría afirmar que en cada texto borgeano (con los que todos tenemos una deuda, un rencor, un irremediable parentesco bastardo) se plantea la cuestión esencial, dicotómica para entenderlo (y también entender el engendro que es Argentina): la civilización europea enfrentada a la barbarie americana. Así como el país se fundó sobre el aniquilamiento de indios, gauchos y negros, Borges vio siempre en las masas mestizas y analfabetas una expresión de salvajismo y bajeza. Pertenecía a una cultura que estaba convencida de que Europa era superior, al ser la dueña del conocimiento y la razón. Con las ideas de Francia, las naves de Inglaterra y las armas de Alemania se llevó adelante el genocidio “civilizador” en la Argentina, la pacificación de esas tierras irredentas. De los criollos, solo podía emanar un discurso salvaje, retrógrado, sin sustento filosófico, a lo sumo enigmático frente a la palabra consagrada del viejo continente.

 Borges es el atónito liberal del siglo XIX (pero en pleno siglo XX) que se propone poetizar en vez de comprender. Las ciencias sociales no están entre sus herramientas, su único mundo posible es el de la literatura. De modo que se dedicó a recrearla, a reescribir enigmas y epopeyas, fantasías y evangelios que iban a contracorriente de las ideas, las escuelas, las grandes mutaciones del tiempo que le tocó en suerte. Fue un gran renovador del estilo, algo así como un genio que transcribe a una lengua nueva los asombros y los sobresaltos de los papiros y los manuscritos fundacionales.

  Pareció que no amaba nada más que la literatura; ni siquiera las mujeres o la música o los hombres (más bien, tenía una visión patética de sus congéneres), tampoco la justicia. De hecho, cuando lo condecoró la dictadura de Pinochet en Chile, reclamó para esas tierras feroces “doscientos años de dictadura” como medio para curar sus males.

 Es por esto que su Argentina –su Buenos Aires trágico y épico- no se parece más que en el deseo al lugar real: un universo en que sublimaba las frustraciones y el honor perdido de una clase que había construido un país sin futuro a no ser para unos pocos, una suerte de factoría próspera y desalmada. Porque Borges se creía un europeo desterrado en América, o mejor dicho: un europeo privilegiado por no haber nacido en Europa al tiempo de serlo.  

 Así por ejemplo, cuando en la Argentina se eliminó el latín como materia obligatoria en la escuela secundaria, en los años 60´s del pasado siglo, ponderó que “ya sólo falta, para completar la barbarie, suplantarlo por el guaraní como lengua obligatoria”(3). A ese dictamen lo repite, veinte años más tarde, en El libro de arena.

 Acerca de la democracia –“ese abuso de la estadística”- señaló que “El país está en decadencia desde la ley Sáenz Peña (la ley del voto universal en Argentina): es absurdo que todo el mundo pueda votar y participar en el gobierno”. Además, por supuesto, “Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguado por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían casi idénticas. Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos” (según se define a sí mismo en el prólogo de El idioma de los argentinos). Por supuesto, afiliarse al Partido Conservador (“lo cual es una forma de escepticismo”) en ese momento era un gesto mucho más significativo que el escepticismo: era apoyar a la más rancia oligarquía, al partido que durante un siglo vendió el país a Inglaterra (véase el famoso pacto Roca/Runciman) primero, y a Estados Unidos, después. Para redondear, lo hizo en la época del primer gobierno de Perón (“años de oprobio y bobería”; historia “de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes”), e independientemente de lo que el populismo peronista signifique, los insultos que tantas veces le dedica, no sólo en artículos o discursos sino en sus ficciones (como consta, por ejemplo, en el libro El hacedor) resumen los dos rasgos: “un farsante con cara de indio o de opa”, que viaja por los pueblos de provincia cosechando éxitos merced a la estafa de “una muñeca rubia”. Después, al caer el gobierno electo, alabó en una nota de la revista Sur a la nueva dictadura, con un argumento abstracto: “felizmente para la lucidez y seguridad de los argentinos, el régimen actual ha comprendido que la función de gobernar no es patética”.

 Perón le parecía espantoso (de hecho, lo define muchas veces como un “monstruo”); a tal punto, que le resultaba innombrable. Ese ridículo es contado por Naipaul (El escritor y el mundo), que lo entrevista en los 80´s, donde dice que afirma: “si estuviera hablando en público, no pronunciaría su nombre. Lo llamaría el prófugo o el dictador”. Y en todo caso, se encarga siempre de recordarnos  que Perón era anti-oligárquico, anti-judío y anti-inglés a un tiempo; pero no le interesa que el dictador Videla, a quien luego defiende, fuera también ferozmente anti-inglés y patológicamente anti-semita, ya que “es mejor tener un gobierno de caballeros en vez de chulos”. 

 En la biografía de recuerdos nada discretos (por no decir de una vileza espeluznante) que Bioy Casares publicó sobre el mismo, se lee en dos entradas correspondientes al año 56: “Con Borges decimos que no se puede ser peronista sin ser canalla o idiota o las dos cosas. Desde luego, no basta ser antiperonista para ser buena persona, pero basta ser peronista para ser una mala persona”. (…)”Después la gente se pone sentimental porque fusilan a unos malevos. Qué porquería los peronistas” (Borges). 

 A lo largo de las tres dictaduras que vivió, cada vez que pudo apoyó a los militares (“que son unos caballeros”) tanto de Argentina como de Chile y hacia el final de la última, cuando le mostraron las pruebas de que el gobierno de facto torturaba y desaparecía civiles, se despachó con una frase vesánica sobre la teoría de los dos demonios: “se están comiendo a los caníbales”.

 Hacia 1956, junto a Bioy Casares y otros señoritos de la misma catadura, redactaron un manifiesto en apoyo a la dictadura de turno, donde se lee: “Entendemos que los hombres de este gobierno prosiguen juiciosamente en la paz la obra iniciada con las armas en septiembre de 1955, y van encaminando la patria hacia un porvenir sereno y hermoso”.

 En 1976 fue incluso condecorado por Augusto Pinochet en persona (como ya se dijo), acontecimiento que forma parte del folclore literario por la suma de macabros elogios que le prodigó al dictador trasandino, como ser: “agradezco a Chile haber enseñado a mi país cómo se lucha contra el marxismo”. (…) “Prefiero la blanca espada a la furtiva dinamita”. (…) “Me honra esta condecoración porque Chile tiene la forma de una espada”, entre más elogios, mientras estrechaba la mano del verdugo.

 En 1982, cuando los británicos bombardeaban Malvinas, fue capaz de reconocer, por única vez y en un célebre reportaje de la banal revista Gente (una auténtica basura gráfica “leída” por lo más frívolo de la farándula argentina, y por supuesto, de la clase media frustrada, morbosa y consumista) un “error” de su patria chica: “los ingleses también le hicieron daño al mundo. Por ejemplo, lo llenaron de esa estupidez que es el fútbol”.

 De modo que es imprescindible para entender a Borges señalar hasta qué punto el Borges escritor llegaba más lejos que el Borges “político”, es decir, el Borges opinante cuyos dislates se tornaron palabra santa a partir de 1975. Se trata de la fecha en que (según un análisis de David Viñas, citado por Feinmann en el segundo tomo de Escritos imprudentes) al “viejo Perón” lo reemplaza el “viejo Borges” como suerte de sabio de la aldea. Comenzaba la dictadura militar y el oráculo política y legítimamente correcto tenía que cambiar de signo acorde a los tiempos.

 En el caso de Borges, ese papel seguirá por él gozosamente asumido incluso durante el gobierno democrático de Alfonsín, siempre como un disco rayado capaz de interpretar todo lo que ocurre. De ese mar de opiniones –que sin embargo, podrían resumirse en unas pocas, siempre repetidas- detengámonos en una paradigmática: aquella que resume todo el drama de la Argentina en el error de una elección literaria. Correcto, Borges refiere que en lugar de haber hecho del Facundo de Domingo Faustino Sarmiento el libro egregio y fundacional de la argentinidad, se optó por el Martín Fierro de José Hernández, ese poema novelado sobre un cuchillero de 1870 que se alza contra las autoridades.

 Sin embargo, esa interpretación es la de un analfabeto político. En primer lugar, el Facundo es de 1845 y está escrito para derrocar a una dictadura, la de Rosas. Relata las peripecias del montonero Juan Facundo Quiroga, personaje que pertenecía a la “barbarie” igual que el imaginario Martín Fierro. ¿De dónde sacó Borges que la Argentina eligió al Martín Fierro como texto fundacional?, ¿de dónde sacó Borges que el Martín Fierro es la apología del “gaucho malo”, desobediente de la ley?. Es como si Borges no hubiera leído la segunda parte del libro, titulada Vuelta.

 En efecto, el poema tiene dos partes: la Ida y la Vuelta de Martín Fierro. La segunda parte, de 1878, está al servicio del gobierno, la ideología y el país que maneja la oligarquía porteña del general Roca (el autor del genocidio indígena conocido como “La campaña del desierto”) y es algo así como un manual de mansedumbre. Se podría resumir en una sola línea suya: “Obedezca el que obedece y será bueno el que manda”.

 Lo que ocurre –que Borges no observa y que es fundamental para entender el fenómeno- es que la oligarquía argentina mitifica al gaucho para oponerlo a la “chusma ultramarina”. El muy pero muy represor Estado argentino se consolidó en 1880 luego de la derrota y aniquilación del gauchaje y de la masacre indígena. Su problema era poblar un país cuya población había exterminado. Para hacerlo lanza la política inmigratoria. La gente que viene no les gusta a los dueños de la tierra. Vienen tanos, judíos, árabes, polacos. No vienen ingleses, franceses o alemanes. Y vienen, para colmo, los anarcosindicalistas, los ácratas libertarios. Duro con ellos, mano dura o robarán el país, subliminalmente (y no tanto) dicen. Surge, así, la Ley de Residencia, la policía brutal del coronel Falcón, la represión de las huelgas en Vasena y en la Patagonia.

 ¿Qué necesita este Estado implacable para domesticar a la chusma ultramarina?: una identidad nacional. Por eso inventa al gaucho. La oligarquía lo lleva a cabo con su escritor oficial de entonces, Leopoldo Lugones, que en 1916, en las conferencias que da sobre el Martín Fierro en el teatro Odeón de Buenos Aires, sacraliza al gaucho para demonizar al inmigrante. De esas conferencias va a sacer un libro, titulado El payador, a partir del cual el gaucho queda oficialmente canonizado.

 ¿Qué leyó Borges, qué entendió del Martín Fierro?, porque Facundo es (contradictoriamente, eso sí) el texto del gaucho combativo, del gaucho de las montoneras federales que peleaba contra el orden oligárquico de Buenos Aires. De esa guerra perdida sale recién el Martín Fierro: el gaucho que se queja porque lo tratan mal y que por una inadaptación justificable se escapa a la barbarie de la pampa.

 Pero el excluido de 1872 regresa en 1878: quiere trabajar, quiere derechos, quiere familia, educación. Borges, que era un fascista oligarca, no entendió esto (no podía entenderlo). El poema épico de la montonera es el de Sarmiento; el de Hernández, por el contrario, es un texto de la derrota, de la queja, de la mendicidad. Porque no bien le dan amparo y trabajo, el personaje Martín Fierro se vuelve un gaucho obediente que da sanísimos consejos burgueses a sus hijos.

 En suma, el gaucho que se canoniza no es, como Borges pretende, el desertor criminal que se levanta contra las autoridades, sino el payador manso, obediente, trabajador y consejero que se utiliza para marcarles a los nuevos indeseables –los inmigrantes- cuál es la honrosa estirpe argentina.       

 Borges no lo pudo entender, por supuesto, porque eso no formaba parte de su imaginario elitista. Porque su odio se dirigía, en verdad, hacia todo lo que fuera de cuño popular. Sobre el fútbol: “veintidós idiotas corriendo detrás de una pelota”. (Un escritor de segunda fila, Alejandro Dolina, le respondió que esa definición “es como decir que la novela Madame Bovary consiste en una cierta mezcla de medio kilo de papel y un cuarto litro de tinta”).

 Carlos Gardel, a quien acusó de afeminar el tango (“adecentó el tango en París”) era otra de sus manías. En efecto, según Borges, con el tango “reimportado” (culpa de Gardel) el tono valeroso de antaño desaparece, tiene ahora –pontifica-“la sinceridad de su cobardía”. Ese “desdén un  poco tilingo de Borges” (en la opinión de Abelardo Castillo: Los trabajos y los días) es del todo injusto, porque el tango ya había comenzado a adecentarse del suburbio al varieté francés sin que Gardel tuviera que ver con esto: la prueba está en que el tango ya se cantaba con letras de amor cuando Gardel abandona el canto de cifras camperas por el nuevo enero de moda. Y sin embargo, la saña de Borges le atribuye a su voz exitosa no sólo este paso, sino las cualidades morales de sus malos poetas y la culpa de entristecer una música valerosa: lo hace responsable de un cambio de la época.

 Lo mismo Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo (considerado el máximo compositor de letras del género, con obras exquisitas como Cambalache, Cafetín de Buenos Aires o Yira yira, que todo el mundo conoce), de quienes dijo literalmente que eran pésimos poetas y que “no saben nada de tango”. Semejante desacreditación de antemano supuestamente se basa en que desconocen, según Borges, la psicología de los malevos. Así, el tango Malevaje, de Discépolo: “Decí por Dios que me has dao/que estoy tan cambiao/no sé más quién soy./El malevaje extrañao/me mira sin comprender,/me sé perdiendo el cartel/de guapo que ayer/brillaba en la acción./No me has dejao/ni el pucho en la oreja/(…) ya no me falta pa´completar/más que ir a misa/e incarme a rezar”. Se trata de una letra, afirma Borges, que no tiene nada que ver con la psicología prejuiciosa de un malevo. Y para completar la polémica, le echa en cara directamente no saber absolutamente nada de tango, al afirmar que “el tango es un pensamiento triste que se baila” (según Discépolo), porque el tango (sostiene Borges) no es ni remotamente triste: “si hubiera escuchado con atención la letra de El choclo (Discépolo es precisamente autor de una de sus letras) se hubiera dado cuenta”.   

 Sobre los inmigrantes de Italia –chivos expiatorios como los bolivianos ahora-, que en el poema Inglaterra llama “la hiena italiana”, les echa la culpa de arruinar el idioma: “cuando en el país se hablaba castellano, sin los silbidos italianos de ahora”. Por no mencionar a las culturas indígenas, a las que, por cierto, jamás menciona, a no ser para denigrarlas. Como ser, cuando declara que la primacía de las artes plásticas argentinas en el continente es indiscutible y menciona como primera causa de ello la falta de tradición indígena.

 De más está nombrar al socialismo, denigrado con especial saña: basta ver la forma en que describe al cobardísimo y repugnante traidor John Vincent Moon del relato La forma de la espada; y sin embargo, pareciera que su culpa es su afición al materialismo dialéctico. O lo que dijo –las pocas, poquísimas veces que los menciona- de algunos poetas íconos de la izquierda, como García Lorca o Neruda. Sobre Lorca, por ejemplo, lo definió con un adjetivo (acaso no tan gratuito): “andaluz profesional”. De Manuel Puij, consultado sobre su estilo ante la magnitud de su éxito, escupió rencoroso: “sabemos cómo hablan los personajes de Puij. Nos gustaría saber cómo escribe”. De Jean Paul Sartre, cuando le dieron –y rechazó- el Premio Nobel de literatura (y era en ese momento, posiblemente, el máximo intelectual vivo) Borges afirmó que no se trataba ni de un escritor ni de un filósofo, sino de un periodista. Sobre el polaco Witold Gombrowikz, que acabó viviendo veinticuatro años en Argentina, considerado una de las simas de la literatura existencialista universal, Borges dijo que se trataba de “un conde pederasta y escritorzuelo”.

 Y faltaría agregar todavía a su célebre misoginia. Borges no rescata ni a un solo autor sucio o siquiera con tendencias eróticas, ni aparece jamás en toda su obra una frase o cita de esa guisa. Apenas si en el cuento Ulrike, de El libro de arena, de los 70´s, sugiere una encamada. Sobre la condición homosexual, veamos un fragmento de un artículo de Sur, donde el tono y el vocabulario nos lo dicen todo: “Añadiré otro ejemplo curioso. El de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación los dos, si sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo –porque lo embromó al compañero. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno descubren”. (4) 

 Da la impresión, en verdad, que su vida hubiera transcurrido en una biblioteca de la Edad Media. Hasta existe un libro excelente: El factor Borges, que ya citamos, que lo estudia desde el concepto del genio/idiota: el mismo que utilizó Borges para los personajes de Gustav Flaubert Bouvart y Pécuchet, de la novela homónima.

 En esta línea, es paradigmático el prólogo que escribe al libro Carriego: “Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. En otras palabras: admite que en su infancia una biblioteca ha reemplazado al mundo. O en palabras de su paisano el crítico Daniel Link, se trata de “alguien que por sus características personales le impediría ver como buena la causa de una unidad mayor entre palabra y vida, entre literatura y cultura, entre cultura y política” (La chancha con cadenas).

 La lista de opiniones bizarras contra lo popular podría seguir (increíble, sorprendentemente, siempre en medio de trazos geniales donde importa tanto lo que dice como lo que omite, hablando de literatura con el rigor de una ciencia exacta), pero alcanza con la lectura de la ingeniosa obra que nos legó en sus largos años de hacedor de laberintos, para llegar a una conclusión diametralmente opuesta a la que sostienen sus defensores sobre su sensibilidad social. Los que lo rescatan ideológicamente suelen citar un cuento suyo, Emma Zunz, que está armado desde el típico esquema de origen marxista de la conciencia de clase, esquema que Borges seguramente leyó (si leyó) como leía todo en la vida: como un sub-género de la literatura de ficción. Lo que no leyó –como observa el arriba citado Sebreli- es toda la literatura de crítica socio-cultural-política del siglo XX.

  Una clave para entender al otro Borges, la da otro paisano suyo, también odiador de Perón: Ernesto Sábato. Anti-peronista empedernido (como casi todos los intelectuales argentinos), Sábato lo era por motivos diferentes a los de Borges. Porque Sábato le recrimina a Perón bajezas morales como haber abandonado a su pueblo, haber sido demagogo, haber desarrollado una industria liviana cuando había los medios para una de base, haberse rodeado de mediocres y delincuentes, haber perseguido a los disidentes, haber ejercido la corrupción, haber fomentado la entrada de criminales nazis, y, en suma, haber sido un oportunista carente de ideales. Borges, en cambio, acusa al pueblo más que a Perón: cree que la gran masa de los pobres es ignorante, estúpida y sobre todo inmoral, que el fenómeno Perón es producto del servilismo y de apetitos subalternos. Es decir, si fue una época de farsa, Borges le carga la cuenta al pueblo y no a Perón, como en efecto lo hace en esa burla de los peronistas que es el cuento La celebración del monstruo, firmado a dúo con Bioy Casares. O en ese otro relato suyo, El simulacro, donde abunda: “esto formó parte del amor de los arrabales y su crasa mitología”.

 En suma, tan grande ese odio, que sin duda va más allá de un odio al peronismo: es un odio hacia lo popular y hacia los pobres; tan desmesurado, cavernícola y grotesco, que bien podría hablarse de otro Borges –fascista- paralelo –y posiblemente, más verdadero- al personaje de escritor, digno de figurar en su propia Historia universal de la infamia.

 De manera que no hay argumento más inocente que decir que a Borges no le dieron el Nobel por escribir sobre literatura escandinava, germánica o anglosajona y no sobre realismo mágico, como se supone le corresponde a un latinoamericano. ¿Qué más quiere un escandinavo, o cualquier hijo de vecino, que alguien lea su literatura, difunda su pasado, ennoblezca su tradición?. No le dieron el Nobel por fascista.(5) En un momento en que llegaban a diario argentinos exiliados a Suecia, él en cambio –a contramano de la Historia (hablamos de la vida real, no de la literaria)-, defendía a capa y espada a una dictadura psicópata desde una supuesta aristocracia del espíritu (6).

 Ojalá –como también pretenden justificarlo sus defensores- Borges hubiera sido una persona con más debilidades humanas, ya que por desgracia, de haberlo conocido en vida, seguramente nos hubiera caído mal. Y sin embargo, se trata de un autor tan original, que se lo debe leer, conocer y disfrutar como a un literato puro: alguien a quien sólo le interesa –y sólo sabe de- la literatura (la posición acomodada de su familia, una vida cosmopolita y una madre sobreprotectora, lo hicieron posible), para quien todo es literatura (incluso los libros de religión o matemáticas) y que no tuvo nunca los pies en la tierra. Se lo puede, incluso, leer como caso.

  Porque lo suyo no es más que un caso típico de contradicción entre lo abstracto y lo real, común a otros hombres cultos (y también a muchos ignorantes): creer que el pensamiento debe ser a la vez cultivado y protegido del mundo. El tragicómico error derivado de ello, consiste en suponer que la filosofía –e incluso la literatura- puede separarse de la política, uno en nombredel pensamiento abstracto y otro en nombre de la lucha cotidiana por la existencia. Porque si los eruditos deben alejarse de la política por indecente y se llevan consigo el uso de la razón, ¿qué otra norma podría reemplazarla?, ¿quién o qué se plantea frente a la tiranía y el abuso?: es la paradoja que ya esboza Platón en La república:el declive de una ciudad imaginaria que ha dado la espalda a la filosofía.

 Mark Lilla en el interesante Pensadores temerarios le da otra vuelta de tuerca. Sostiene que las imágenes platónicas del filósofo apasionado en busca de la belleza de las Ideas o de la educación como salida de una cueva oscura a la luz del sol, refleja la pulsión que lleva a una vida filosófica, pero no necesariamente a cómo debería ser vivida. Es decir, la enseñanza de Platón supone que, para alcanzar sus objetivos, la filosofía debe agregar a su conocimiento abstracto el saber acerca de las sombras de la vida real; esto es, de la vida pública, única forma de entender cabalmente la realidad: allí donde las pasiones y la ignorancia oscurecen las Ideas abstractas (7). Y si su fin es iluminar la oscuridad (continúa Lilla) y no acrecentarla, debe comenzar por comprender a sus semejantes. Empatía que, visiblemente, Borges no conoce.

Por Franco Sampietro

Notas:

(1) El presente texto, en su versión original, fue la reacción a una nota publicada en el semanario paceño La época, el 20 de enero de 2.015, titulada Borges, siempre Borges, con la firma de Homero Carvallo.

(2) Esa opinión es del mismo autor cuya nota se refuta.

(3) La cita consta en un suplemento especial sobre Borges de la revista argentina Gente, de diciembre de 1985. Muchas de otras opiniones suyas semejantes, algunas célebres, son tomadas de diferentes entrevistas e incursiones en los medios.

(4) Las negritas son nuestras.

(5) Eran, sin duda, otros tiempos: al Nobel ahora se lo dan a un neoliberal recalcitrante como Vargas Llosa (que llegó hasta defender la Guerra del Golfo) y, más bien, lo posible es que no se lo dieran a un progresista crítico.

(6) En cuanto a la importancia del premio Nobel, no es que algunos de los galardonados hayan sido olvidados (como también sostiene el autor de la nota original, H. Carballo), sino que de los aproximadamente ciento diez premiados hasta la fecha se siguen leyendo fuera de sus fronteras  nacionales a menos de una docena (la idea es de Javier Marías y consta en un ensayo recogido en Vidas escritas, donde sostiene que, visto con amplitud, “el Premio Nobel no dista mucho de un premio provincial”). ¿Quién se acuerda hoy en día de José Etchegaray, premio Nobel de España en 1904?: ni siquiera lo conocen en la propia España; ¿quién lee a la chilena Gabriela Mistral, que lo tuvo en el 45´?, prácticamente ni en Chile; ¿a Halldór Laxness, islandés del 55´?: no es más que un dato en una enciclopedia. Por otro lado, después de que le dieran el Nobel de la paz a Kissinger u Obama, ¿se puede tomar en serio a la Academia Sueca?

(7) Por eso José Pablo Feinmann titula el voluminoso ensayo sobre las relaciones entre filosofía y política La filosofía y el barro de la historia: las veces en que la impoluta filosofía se ensució participando de la mugre de la política.

Fuentes:

-Borges, Jorge Luis: Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1984;

-Borges, Jorge Luis: Borges en Sur, Sudamericana, 2011;

-Borges, Jorge Luis: El libro de arena, Emecé, Buenos Aires, 1975;

-Bioy Casares, Adolfo: Borges, ed. Destino, Buenos Aires, 2011;

-Castillo, Abelardo: Los trabajos y los días, ed. Planeta, Buenos Aires, 1999;

-Feinmann, José Pablo: Escritos imprudentes II, ed. Grupo Norma, Buenos Aires, 2005;

-Ferrer, Horacio: El tango: su historia y evolución, Continente, Buenos Aires, 1999;

-Lilla, Mark: Pensadores temerarios, Random Penguin House, Barcelona, 2017;

-Link, Daniel: La chancha con cadenas, en Amazon (colección Marginalia), 1994;

-Naipaul, V.S.: El escritor y el mundo, ed. Penguin Random House, Madrid, 2002;

-Pauls, Alan: El factor Borges, Anagrama, Buenos Aires, 2003;

-Platón: La República, Universidad Autónoma de México, 2007;

-Sarlo, Beatriz: Borges, un escritor en las orillas, Siglo XXI, Madrid, 2007;

-Soriano, Osvaldo, Piratas, fantasmas y dinosaurios, ed. Seix Barral, Barcelona, 2011;

-Varios autores: suplemento Homenaje a Jorge Luis Borges, revista Gente, Buenos Aires, 1989.

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