DEL OPTIMISMO TÓXICO

Sobre el Optimismo tóxico imagen de Waldemar von Kozak - Russia (30)-560x0

A esta altura de la Historia (y seguro, en cualquier otra) es de perogrullo afirmar que el optimismo está de más y que los únicos optimistas en bruto, aparte de los políticos, son los tontos y los traidores (categoría que incluye a los políticos). Porque, en efecto, aunque a uno le vaya muy bien, basta mirar alrededor para tener un panorama cabal de este valle de lágrimas.

 Y sin embargo, escribo desde un lugar, Tarija, donde pareciera que la media de la población es naturalmente optimista (¿los incluimos entre los tontos?). Porque estos seres extraños con su  economía en harapos y un nivel de corrupción extraterrestre, que definen al terruño como una “sucursal del Paraíso” y a sí mismos como “gente grandiosa”, dan la impresión de esperar algo (¿un gesto piadoso, la aparición de la vieja figura del conservador lúcido?) de los voraces triunfadores que se comen el mundo, a ellos incluidos. Triunfadores que además se burlan de los derrotados –de ellos-, demostrando con sus desbordes una certeza profunda: la de su impunidad absoluta.       

 Las palabras correctas para ilustrar esta relación serían a esta altura las de amo y esclavo. Porque estamos en un retroceso a las más primitivas formas de convivencia entre los seres humanos. De hecho, la relación entre los grandes centros financieros e informáticos y los países débiles pareciera acercarse a la convivencia de amo y esclavo más que a cualquier otra relación política surgida desde la Revolución Francesa. (Es cierto que la clase política de países como Bolivia o Argentina se comportan como esclavos corruptos, ya que se comen hasta las migajas que el amo deja caer en estos territorios; pero eso no elimina la cuestión esencial: la asimetría entre países pobres y países ricos o entre entes financieros y deudores, que a esta altura debe ser interpretada –repitamos- a través de las nociones de amo y esclavo).

 De modo que ante el caos descomunal reinante (en la ciudad, en el país, en el mundo) y cuyo signo prevaleciente es la inverosímil y creciente diferencia de clases, resulta saludable y lúcido volver una vez más a Voltaire; personaje que, como hombre del Iluminismo, era un completo inconformista. El optimismo para él es reaccionario, opinión que emite pensando en Leibniz y su teoría de “el mejor de los mundos posibles”. (Leibniz razonaba así: si Dios ha creado este mundo es porque éste es el mejor de los mundos posibles, si no hubiera creado otro; de modo que quejarse es absurdo y la aceptación es el corolario espiritual de semejante filosofía).

 Voltaire le dedica a la crítica de esta concepción la mejor de sus obras, la novela Cándido o del optimismo, en el año 1759. Allí, el más pintoresco de los personajes centrales, el doctor Pangloss (a quien describe sardónicamente como “el más grande metafísico de Alemania”), es un apasionado defensor de la tesis de Leibniz y habrá de aplicarla a lo largo del relato, entregando una visión optimista de todos los sucesos, aún de los más aberrantes.

 Un ejemplo entre muchos: cuando Cándido se entera de la muerte de su amada, el doctor Pangloss le contará sin ahorrarle detalles los sufrimientos por los que pasó hasta su deceso: “la destriparon unos soldados búlgaros, después de violarla cuanto puede ser violada una mujer”. El joven se desespera, pero Pangloss lo tranquiliza: “Todo eso era indispensable; de las desventuras particulares nace el bien general; de modo que cuanto más abundan las desdichas particulares más se difunde el bien”. Las desgracias suceden una tras otra (ocurren muchos incidentes horrendos, porque ese era el modo en que entendía Voltaire la novela), con la misma actitud impasible, recalcitrante de Pangloss, hasta que en algún punto el héroe formula una pregunta inevitable: “si este es el mejor de los mundos imaginables, ¿cómo serán los otros?”

 Pangloss ejemplifica para Voltaire el optimismo vacío, desbocado, que acepta el mundo tal cual es y no se rebela contra la cuestión fundamental que la novela comenta: que la maldad es el signo de la vida en la tierra. Pero también apuesta por la revolución y el poder de la razón como instrumento para cambiar las cosas.

 De nuevo, un ejemplo entre muchos: el de la esclavitud, que era vista desde la antigüedad como un mal natural y hasta necesario. Así la justifica Aristóteles en la Política: “La naturaleza intenta incluso hacer diferentes los cuerpos de los esclavos y los de los libres: a los unos, fuertes, para su obligado servicio, y a los otros, erguidos e inhábiles para tales menesteres, pero capaces para la vida política”. Marx habrá de señalarle a Aristóteles que estaba ontologizando una situación histórica: confundía la organización social de su época con la condición del hombre. Situación que nunca hubiera cambiado si no hubiera habido pesimistas que empezaron a criticarla.    

 Semejante golpe al orden conservador, tamaña muestra de sentido común, será sin embargo duramente criticado por la escuela de Frankfurt. Adorno y Horkheimer escriben Dialéctica del Iluminismo y parten de una certeza (paradójicamente) del mismo signo que la del Cándido…pero para llegar a una conclusión diametralmente opuesta. Escriben: “Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie”.

 Allí donde Voltaire encontraba la solución (en la razón y su poder para transformar y dominar la realidad), Adorno y Horkheimer habrán de encontrar el origen del proceso histórico que llevó a Auschwitz: la razón entendida como intrumentalidad, como dominio y sometimiento. Para decirlo con Hannah Arendt, se trata de “la banalidad del mal”: el uso burocrático de la racionalidad instrumental. O como reza el popular aforismo: “el sueño de la razón produce monstruos”.  La cuestión central que circunda esta nota es entonces la siguiente: en un mundo entregado a la maldad en todas sus formas, ¿qué sentido tiene siquiera plantearse la cuestión del optimismo?. ¿Qué oponerle a la maldad, la razón voltaireana?, ¿el abandono de la razón entendida como instrumentalidad que llevan a cabo Adorno y Horkheimer?. Porque la cuestión va un poco más allá y es algo que incluso eluden los filósofos de Frankfurt. La clave no reside en entender cómo la humanidad entró en un estado de barbarie en lugar de entrar en un estadio “verdaderamente humano”, sino en entender que la barbarie (con la maldad que le es inherente) ha sido y es desde siempre parte de la condición humana: acaso el más humano de los estadios y sin duda el más persistente.  

Por Franco Sampietro

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